Los tres hermanos Feler vinieron a Argentina con lo puesto. Su padre eligió mandarlos a lo incierto antes que condenarlos al sufrimiento seguro de ser muertos en vida en su Rusia natal. El más grande llegó al país y decidió quedarse en Buenos Aires. El segundo siguió viaje a Brasil. El más chico, como otros miles, llegó al país para ser reubicado en las colonias judías de Santa Fe. Ya en el campo, Mauricio Feler conoció a Sofía Grinspan Shwarzopel. Ambos enfrentaban la dura tarea de trabajar la tierra para devolver lo que habían recibido, pero como peones.
La propuesta de Hirsch no implicaba una limosna. La JCA hizo firmar contratos a cada colono, por los que los responsabilizaban de pagar hasta el último centavo en concepto de gastos de viaje, construcción y arreglo de la habitación que ocupaban, compra de hacienda, útiles de labranza y máquinas agrícolas, mobiliario, semillas y por los subsidios acordados. Además de estas cláusulas, debían prestarse mutua ayuda, tener y cuidar una huerta no inferior a las dos hectáreas y un alfalfar, plantar y cuidar anualmente un mínimo de 100 árboles en los límites de su chacra, tener concluido el alambrado de su campo antes del último pago y contribuir proporcionalmente a los gastos correspondientes al mantenimiento de las escuelas, sinagogas, baños comunes y servicio médico.
La colonización de los judíos venidos de Rusia, entre otros extranjeros, había sido facilitada por dos decisiones nacionales. La primera se fechó el 19 de Octubre de 1876, cuando Nicolás Avellaneda promulgó la Ley de Inmigración y Colonización (Ley N. 817) que habría de configurar la imagen de la Argentina como país. La segunda tomó forma varios años después e implicó el reconocimiento oficial de la entidad creada por el filantrópico Barón alemán. El decreto llevó la firma de Julio Argentino Roca. Avellaneda y Roca habían nacido en Tucumán. El ovillo de las causalidades seguía creciendo.